Capítulo 5. Desde este momento eres Adelaide
- Ottobee

- 11 jun
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 25 jun

Adele se quedó sola frente a la puerta. Desde algún lugar del desierto pasillo se oía el sonido de un violonchelo. La luz del sol, cálida y agradable, entraba por la ventana.
Contempló el pasillo, como sacado de una pintura, con la mirada vacía.
Luego, tras una respiración profunda, tomó el pomo de la puerta.
Cuando la empujó sin llamar, lo primero que la recibió fue una brisa salada del
mar.
'¿Huele a almendra?'
Aquel aroma se mezclaba con el fragante tueste de nueces y el amargor del chocolate negro.
Tras dar unos pasos y girar en una esquina flanqueada por gruesas columnas, una habitación inundada por un azul suave se desplegó ante sus ojos.
En la pared había una gran ventana arqueada, por la que entraban la luz del sol y la brisa marina.
Las cortinas azul aguamarina y el encaje de guipur colgaban de la ventana, ondeando levemente con cada soplo de viento.
Frente a la ventana había un gran escritorio de nogal, elegante y robusto. Cesare estaba sentado allí.
Le daba la espalda al sol y al viento mientras fumaba un puro y leía unos documentos.
Adele se detuvo sin querer, observándolo.
'Así que era el aroma del cigarro…'
Había visto muchas esculturas de mármol al atravesar la mansión, pero sentía que por fin había visto la más perfecta.
Con los ojos entornados como los de un ave rapaz y el cigarro entre los labios, Cesare irradiaba un magnetismo abrumador.
Tal vez fuera por lo inesperado de ver a un libertino sumido en papeles.
O tal vez, simplemente, por su pecho —inmenso como un océano— que se entreveía bajo su fina túnica.
'¿Debería hablar primero?'
Adele vaciló un momento junto a la puerta.
Pero luego, cerró la puerta en silencio y se mantuvo de pie. El mayordomo no le había dicho sin razón que no llamara innecesariamente.
¿Cuánto tiempo estuvo así, en silencio?
“Ya lo noté antes. Eres rápida para captar las cosas.”
Adele alzó la mirada al escuchar de pronto esa voz, justo cuando miraba el patrón de la alfombra.
“Has llegado. Mi hermanita.”
Cesare dejó el puro y sonrió con ligereza. En su fría mejilla se formó un hoyuelo encantador. A primera vista parecía una sonrisa afectuosa, pero sus ojos seguían siendo completamente racionales.
“Siéntate.”
“Sí.”
Adele se sentó con la mayor discreción frente al escritorio.
Cesare cruzó también, con unos documentos en la mano. Cuando se movía, los fuertes muslos bajo su ligera túnica se hacían visibles.
Un verdadero libertino…
Adele desvió la mirada con discreción, aunque no pudo evitar admirarlo.
Cesare se sentó con una actitud despreocupada, apoyando un brazo en el respaldo del sofá mientras examinaba los documentos.
Sus ojos eran, sin duda, increíblemente agudos.
Era irónico que un hombre con un aura tan ardiente tuviera una mirada tan fría.
Y tal vez por eso todos en Fontanier se volvían locos por él.
Mientras reflexionaba con calma, sus ojos se encontraron.
“Si cambiaste de idea mientras venías, este es el momento de bajarte del barco.”
Recobrando la compostura, Adele respondió:
“Nadie desembarca si aún no ha zarpado.”
Parecía que Cesare estaba esperando esas palabras. Esbozó una sonrisa cálida.
“Entonces, desde hoy, eres Adelaide Buonaparte.”
Adele apretó el puño en silencio.
“Sí.”
“El objetivo es seducir y casarte con el hijo de Della Valle.”
“Sí.”
“No hay recompensa aparte. Pero casarte con Della Valle ya es más que suficiente para alguien como tú. Si tienes éxito, ocultaré tu origen.”
“Entendido.”
“La fecha límite es…”
Cesare hizo una pausa, pensativo.
“Sería ideal darte al menos seis meses…”
Pero pronto aplastó esa esperanza.
“Tres meses.”
“………”
“En ese tiempo, deberás convertirte en una dama perfecta de los Buonaparte.”
El hombre, que parecía haber recibido todo el amor del destino y de los dioses, sonrió con audacia.
“Desde tu cuerpo, tu mente, hasta tu forma de hablar y moverte. Vamos a engañar por completo a la alta sociedad de Fontanier.”
Adele tragó saliva con lentitud.
No sabía mucho sobre los círculos sociales, pero estaba segura de que tres meses no eran suficientes para convertir a nadie en una dama.
¿De verdad este hombre cree que es posible?
Cesare notó su mirada escéptica y mostró sus hoyuelos con una sonrisa.
“Claro que puedes fallar. Por ejemplo, hasta entender qué cubierto usar podría ser un reto demasiado grande para una limpiabotas.”
“……….”
“Así que, si en tres meses no te has convertido en una dama digna a mis ojos, el plan se cancela.”
Adele lo miró fijamente ante aquellas palabras.
No dijo qué pasaría con ella si se cancelaba el plan.
Y por esa sonrisa tan juguetona que tenía, parecía esperar que ella preguntara.
Pero Adele no dijo nada. Su rostro permaneció imperturbable.
‘Probablemente me matara.’
Y no le aterraba. Si se hubiera quedado en la calle, habría terminado suicidándose antes de caer en manos de Nino.
Podía decirse que su muerte ya estaba marcada. Lo único incierto era cuándo.
Ahora ese cuándo se había fijado. Y su verdugo, parado frente a ella, le prometía darle comida caliente hasta el día señalado.
No tenía nada que temer.
“Entiendo.”
Los ojos dorados de Cesare destellaron brevemente.
“¿De verdad lo has entendido?”
“Sí.”
“Ni siquiera preguntas por qué son tres meses.”
“¿No lo ha hecho coincidir con su fiesta de cumpleaños?”
“Veo que sabes bien. ¿Te intereso?”
“No, pero sé leer el periódico.”
“Mmm.”
Cesare frunció el ceño, sonriendo como era habitual en él, y acarició su mentón.
Ese gesto —fruncir el ceño como si evaluara al otro— era prueba de que no le importaba lo que pensaran los demás.
“De ahora en adelante, deberías interesarte un poco. Si lo único que tienes es una cara bonita y vienes del campo, lo lógico sería que quisieras aferrarte a tu único hermano.”
Eso tenía sentido. Adele asintió.
“Lo intentaré.”
Entonces Adele recordó algo y habló:
“…¿La presidenta también está involucrada en este plan?”
Era una pregunta lógica. Esperaba un “sí” como respuesta.
La presidenta Eva Buonaparte, abuela de Cesare y única miembro restante de la familia.
Sin su cooperación, el plan ni siquiera podría haber comenzado.
Pero Cesare sonrió con una expresión que, por alguna razón, se sentía como levantar una pared.
“Al parecer, la señora Eva está deseando tener un bisnieto, así que ha recibido a Della Valle con los brazos abiertos.”
“Ah…”
Con razón sentía que Della Valle estaba presionando demasiado, incluso con acuerdos previos.
‘Eva Buonaparte apoya el matrimonio.’
Parecía una abuela cualquiera, impaciente por casar a su nieto.
Y ese “nuestra señora Eva”… ¿será que su relación es más estrecha de lo que aparentan?
Una vez más, Adele sintió esa extraña distancia al entrar en la mansión Bonaparte.
Era, por así decirlo, una especie de frialdad.
No es que ser rico impidiera tener armonía familiar. Tampoco deseaba que estuvieran enfrentados.
“Solo son lujo por fuera. Cuando haya que hablar de dinero, terminarán peleándose. Serán más desgraciados que nosotros.”
Comprender que las palabras con las que los pobres se consuelan no son más que eso —consuelo vacío—, llenó a Adele de una tristeza inexplicable.
“…....……”
“En todo caso, para la señora Eva nuestro plan no es deseable. Así que quiero decirte que soy el único en quien puedes apoyarte.”
“Entendido. Haré mi mejor esfuerzo.”
“¿Para apoyarte en mí?”
“Sí.”
Por alguna razón, Cesare soltó una carcajada. Luego, con sus ojos dorados adornados por una pequeña lágrima falsa, la miró fijamente con una intensidad extraña.
“…....……”
“….....……”
Tras ese largo silencio de miradas sin sentido, Cesare arqueó una ceja como si nada.
“Te lo advierto, no te enamores de mí ni vengas a buscarme por la noche.”
“….....……”
Es guapo, pero lamentablemente parece estar un poco loco…
Al ver su expresión, Cesare soltó una carcajada divertida y volvió la vista a los documentos.
“Fue algo que realmente pasó. Y de ahora en adelante, debes llamarme ‘hermano mayor’.”
“Sí, hermano.”
“Eres cinco años menor que yo, naciste en Capolo, creciste creyendo que eras plebeya y por cierta razón, llegaste sola a la familia Bonaparte.”
“Entendido.”
Parece que quiere dejar su historia de origen como una variable adaptable.
‘Carácter flexible. Parece que tiene gran capacidad de adaptación.’
Adele registró mentalmente esta nueva información sobre Cesare.
“Excluyendo a Jude Rossi y a mí, solo hay cinco personas que saben que fuiste una limpiabotas.”
Cesare prosiguió con tono despreocupado:
“Son, en orden: Ernest, el mayordomo jefe de los Buonaparte; Gigi, mi asistente; Epony, la doncella que te asignaré; Egir, mi hombre de confianza; y la institutriz que te enseñará modales de dama.”
Mientras escuchaba cómo Cesare recitaba los nombres uno tras otro, Adele pensó que trabajar como asistente de él debía de ser agotador.
Cesare no era alguien que hablara con calma o consideración hacia el oyente.
O quizás, pese a todo, confiaba realmente en la inteligencia de una simple limpiabotas.
“Para todos los demás, tú eres sin excepción la hija secreta de los Bonaparte. ¿Entendido?”
“Sí, entendido.”
“Si tienes preguntas, este es el momento.”
Adele respiró hondo y habló con cautela:
“…El viejo Nino debe estar buscándome. No pude pagarle la cuota de protección.”
Cesare respondió de forma indiferente, doblando los documentos que tenía en la mano:
“Está muerto.”
“…....……”
“¿Hay alguien más que pudiera interferir en tu transformación en ‘Buonaparte’?”
Una mirada aguda la atravesó como un cuchillo. Adele pensó de inmediato en
Clarice.
Clarice. Su única amiga. Vivían juntas.
Pero… ¿estaría bien mencionar su nombre aquí?
“…No hay nadie.”
La sonrisa de Cesare se hizo más profunda. Sus labios se curvaron con elegancia y sus ojos dorados chispearon con malicia. Incluso se le formaron arrugas en la comisura, una sonrisa realmente hermosa.
“Bien. Lo dejaremos así.”
“….....……”
El corazón de Adele se encogió.
Ya lo sabe.
‘Claro… No confiaría en una limpiabotas sin al menos un rehén…’
Adele se tensó involuntariamente. Cesare se levantó del sofá.
Se acercó a una consola decorativa y llevó los papeles al candelabro. El papel comenzó a arder.
“¿Alguna otra pregunta?”
“Por ahora no. Si se me ocurre algo, se lo preguntaré.”
“¿De verdad? Todavía queda lo más importante.”
“¿Perdón?”
Cesare contempló el papel que se consumía, con una sonrisa enigmática en los labios.
“Mis padres.”
Vaya…
Sintió un nudo en la garganta.
“……......…”
“No preguntas por mis padres. Si vas a hacerte pasar por mi hermana, deberías saberlo. Entonces, ¿ya lo sabes?”
El papel se convirtió en cenizas, quedando solo un pequeño borde sin quemar.
Cesare frotó sus dedos y las cenizas negras cayeron al suelo con inquietante fragilidad.
Los ojos de Cesare, entrecerrados como si exigieran una respuesta, eran serenos y fríos.
Adele no pudo decir nada.
‘¿Que tus padres te abandonaron cuando eras un niño y se fugaron? ¿Acaso hay alguien en Fontanier que no lo sepa?’
…Pero no podía decir eso.
Cesare Buonaparte. El libertino de la alta sociedad. Sorprendentemente, no tenía padres presentes. No porque hubieran muerto o por infidelidades.
Sino porque se amaban tanto que querían vivir su amor solos, lejos del mundo.
Por eso abandonaron al joven Cesare, de apenas siete años, y se fueron.
Cesare fue criado por su abuela, Eva Buonaparte, y creció hasta convertirse en un hombre escandalosamente disoluto.
Su historia familiar era prácticamente de dominio público en Fontanier. Un escándalo novelado. Un drama real.
El heredero de la casa Bonaparte: su oscuro pasado, su presente brillante.
Cesare era el epítome del escándalo amado por toda la alta sociedad.
Aun así, no podía decirlo en voz alta. El rostro de Adele se volvió pálido.
Cesare la observó en silencio, con una sonrisa indescifrable.
“Nos ahorramos explicaciones. Digamos que mis padres, en un último arranque de locura, te tuvieron a ti.”
“…Sí.”
“Puedes retirarte.”


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